Por José Luis Tobaruela. Capítulo 9 de su novela "Una copita de venganza: Operación Tute". Navalcarnero, 2020.
Quedaban un par de minutos para las doce, Pedro se encontró con Teo en la entrada de la sala de terapia ocupacional donde estaba a punto de empezar el taller de memoria. Mientras esperaban, Vicente se sumó al grupo.
—¿Qué haces aquí, Vicente?—preguntó Teo. —Me ha llamado la terapeuta ocupacional para conocerme, valorar cómo estoy y proponerme alguna actividad. Me ha dicho que estaba fenomenal y que, si me apetecía, me apuntaba a este taller de memoria y podía empezar hoy mismo… y aquí estoy. —Suele ser muy interesante, la gente participa mucho habitualmente. A veces nos reímos, otras nos enfadamos, pero siempre aprendemos un montón. La puerta de la sala de terapia ocupacional se abrió y la terapeuta salió empujando una silla de ruedas con una residente. Todos supusieron que habría sido valorada por la terapeuta o que la habría citado para algún tratamiento individual. —Podéis ir pasando y sentándoos, dejo a Aurora en el salón, regreso y empezamos. —Y si tardas mucho empezamos sin ti —dijo riéndose Manuela, una de las residentes que accedían para participar en el taller. —Pues no me extrañaría, con las ganas que tenéis de hablar, hay días que apenas me necesitáis.
La terapeuta regresó del salón después de dejar a la otra residente, confirmó que todos los participantes del taller de memoria ya estaban ubicados en su sitio e inició la sesión. Se sentía muy orgullosa de ese grupo, en él estaban los que mejor conservaban su cabeza y, con frecuencia, asistía a debates muy interesantes en los que ella era la que más aprendía. «Sabiduría y experiencia, un fantástica pareja», pensaba la terapeuta.
—Buenos días y muchas gracias por la puntualidad. Cómo se nota que tenéis ganas de hablar hoy —dijo Beatriz a los residentes—. Si os parece, podemos empezar leyendo una noticia del periódico de este fin de semana y a continuación la comentamos y dais cada uno vuestra opinión. Hoy vamos a hablar de un tema un poco delicado, solo os pido, como siempre, que expreséis vuestra opinión con respeto y escuchéis la opinión de los demás con el mismo respeto. Os leo la noticia:
Beatriz hizo una prudente pausa para que los residentes asimilaran la noticia y, a continuación, inició el debate:
—¿Qué os parece la noticia?, decidme qué opináis al respecto. —Varias manos se alzaron y la terapeuta comenzó a repartir los turnos de intervención—. Vale, bajad la mano, yo os voy dando paso. Empieza tú, Miguel, ¿qué opinas? —Pues que es la misma noticia de todos los días, extranjeros entrando a España por todas partes sin que nadie los controle. Ahora te digo, treinta me parecen pocos, porque normalmente se meten cien en una barquichuela de esas. Así les pasa, que la mitad se mueren por el camino. Yo no me lo explico, ¿es que no tiene cabeza esa gente? —Pobrecitos, a mí meda mucha pena, a veces se vienen hasta con los niños, y algunos se ahogan también—interrumpió Magdalena sin pedir el turno. —Pues no te dé tanta pena, la culpa es de los padres, a quién se le ocurre meter a su hijo en una barquita y cruzar el mar. Hay veces que se meten hasta mujeres embarazadas y dan a luz por el camino. Yo estoy de acuerdo con Miguel, hay que estar muy tonto para hacer eso —sentenció Paco. —O muy desesperado —replicó Magdalena. —A mí también me da mucha pena, pero los que se salvan al final se quedan en España para robarnos el trabajo a los de aquí —intervino Manuela. —O a robar lo que pillen, que es todavía más fácil —añadió de nuevo Miguel—. Yo creo que en sus países se quedan los buenos y para aquí nos mandan toda la morralla, todos chorizos y maleantes. —Yo no creo que sea así —opinó Juan—, muy mal tienen que estar en su país para arriesgar su vida y la de su familia. Es muy duro dejarlo todo y salir de tu país, sobre todo en las condiciones que salen ellos. Yo de joven me fui a Alemania y me moría de pena en aquel tren lleno de gente. Cuando aquello empezó a andar todos mirábamos hacia atrás asomados por la ventana, mirando a la familia que dejábamos rota en el andén, sin saber si nos volverían a ver. Una hora después de salir de la estación algunos aún seguían mirando hacia atrás, como si de esa forma prolongaran su salida del país. El silencio dolía en el aire, algunos lloraban, otros solo pensaban, los más duros apretaban los puños hasta deshacer su rabia entre los dedos. Algunos lloraban, pensaban o apretaban los puños pensando lo que dejaban en España, los otros lo hacían temiendo lo que encontrarían en ese país desconocido, del que solo sabían su nombre y que tenía un idioma imposible de aprender. Yo a los dos años no pude más y me tuve que volver. A otros les fue mejor… o peor, no lo sé, y se quedaron allí para siempre. —Ese es el problema. Tú lo has dicho muy bien, Juan — opinó Valentina—. El problema es que tenemos muy mala memoria y ya no nos acordamos de que aquí también fuimos emigrantes. —Sí, pero de aquí salíamos con trabajo, no a la aventura, como viene esta gente —añadió Paco—. Ahora, que tampoco son tan tontos, ya saben bien donde vienen, porque como en España somos tan buenos, enseguida les dan ayudas, ropa, comida..., de todo. —Y la casa que tú tienes que pagar por ser español, a ellos se la dan gratis. ¡Tócatelos cojones! ¡Uy perdón, se ma escapao! —intervino Emiliano. —Y si no tienen para comer, pues tendrán que robar. El problema es que a la mayoría no les vale con un cacho de pan, algunos, ya que roban, lo hacen a lo grande, se organizan sus mafias y, ¡venga!, a hacer daño por donde pasan —remató Miguel. —Yo no digo que no haya de eso, pero me parece muy injusto que digas que son la mayoría—intervino Vicente que aún tenía presente su reciente pasado y se sentía tocado en lo más hondo—. Hay que verse en la calle, sin dinero, sin comida, con todo lo que tienes metido en un atijo que ni siquiera puedes descuidar porque viene otro que tiene menos y te lo quita. Supongo que algunos no tendrán más remedio que unirse a esas mafias por su propia seguridad. Es posible que a veces no puedan decidir libremente, que en ocasiones estás con ellos o contra ellos. He conocido a algunas personas que vivían en la calle y me contaban que tenían que pedir permiso hasta para estar tirados en el suelo, que les dejaban pedir limosna siempre que dieran una parte a «los dueños de la calle», a veces la mayor parte. La miseria es una lotería a la que todos jugamos, a veces sin saberlo. Una racha de mala suerte y puedes pasar de tenerlo todo a no tener nada. —Mira compañero…, perdona no sé tu nombre —intervino nuevamente Miguel. —Vicente, me llamo Vicente,acabo de ingresar. —Pues mira, Vicente, seguro que también hay de eso que tú dices, pero si escuchas las noticias, cada vez que pillan a una de esas bandas que roban en las casas, que pegan, e incluso matan,son siempre gente de fuera, de esos países raros que no te enterasni de lo que hablan entre ellos. —Ya, pero son bien listos, que rápido se aprenden el español para pedirte o para engañarte—se sumó Paco.
Beatriz miraba la cara de alguno de los residentes y notaba claramente la pasión que el tema estaba levantando en alguno de ellos. Aunque ya había previsto que era un asunto que iba a causar mucha polémica, sentía que aquello se le podía ir de las manos, dañar los sentimientos de alguno de los residentes o, incluso, generar enfrentamientos entre ellos. Decidió intervenir.
—Ya sabía yo que esto iba a levantar pasiones. Me gusta mucho oír como cada uno expresáis vuestras opiniones y dais argumentos para defenderlas. Esto es un taller de memoria y venimos a eso, a estrujarnos el cerebro para hacer que funcione un poquito mejor, pero tengo que insistiros en que seáis respetuosos, evitéis las palabras feas y, sobre todo, que no discutáis. Venga, seguimos un poquito más.
—Yo estoy escuchando todo lo que decís y algunas cosas me dan mucha pena —reanudó Jaime el debate—. Creo que el problema de fondo de esto de la inmigración, y de otros muchos temas, es siempre el mismo, esa enfermedad crónica de las personas: la intolerancia. No soportamos a los que son diferentes a nosotros, a los que opinan de otra manera, a los que tienen otros gustos o hacen otras cosas. Somos muy limitados a la hora de pensar. Nos hacemos sufrir unos a otros sin necesidad.
—Mira, Jaime, a mí me da lo mismo la gente rara, siempre y cuando no se metan conmigo —volvió Miguel a la carga—, ahora, si vienen a quitarme el pan, yo me tengo que defender. España es de los españoles, que para eso llevamos trabajando toda la vida y pagando nuestros impuestos. A mí no me parece bien que ahora venga un extranjero de esos, que nunca ha echado un duro en la hucha, y se siente a comer lo mismo que yo, y en mi misma mesa.
—¡Joder! O que te eche de tu mesa para comer él. Yo lo tengo muy claro —intervino nuevamente Emiliano—, diréis que soy muy burro, pero si yo a uno de estos extranjeros que viene de fuera le pillo robando, encima de que le dejo estar en mi país, le corto las manos y le mando echando leches al suyo… ¡Uy!, perdón otra vez, que he dicho leches.
—Bueno, yo creo que ya habéis expresado muchos vuestra opinión y, a mi modo de ver, con bastante claridad. Salvo que alguno tengáis necesidad de decir alguna cosa más, podemos dar por terminado el debate sobre esta noticia y pasamos a otra.
—Beatriz repasó visualmente la sala mirando a cada uno de los residentes con la intención de no dejar a nadie que tuviera algo importante que decir con mal sabor de boca. Iba a pasar a la siguiente noticia cuando una de las residentes levantó la mano—. Dime, Fátima, ¿quieres añadir algo?
—Si puede ser me gustaría decir alguna cosa sin ofender a nadie —contestó la residente con un acento que dejaba claro su origen extranjero, como el resto de sus compañeros sabían.
—Por supuesto, Fátima, seguro que tienes cosas importantes que compartir con el grupo y todavía nos queda un ratito.
Era difícil aventurar la edad de Fátima, daba la impresión de haber sido una mujer muy atractiva a la que el tiempo había envejecido prematuramente. Era fácil adivinar, entre las arrugas de su tez curtida, que no había llevado una vida fácil. Su aspecto menudo reforzaba su imagen de fragilidad. La amable sonrisa, que siempre regalaba a sus interlocutores, no siempre casaba bien con su mirada perdida, quizás atrapada en el pasado, en un laberinto del que no podía salir, amarrada a su dura historia por mil nudos imposibles de deshacer. Su voz dulce y su exquisita selección del vocabulario, de un idioma que no era el suyo, ponían en evidencia, desde las primeras frases, que era una mujer culta y llena de bondad, capaz de dar los giros necesarios a sus palabras y sus argumentos para no herir a nadie. Como si entrara de puntillas en la conversación tan caliente que habían dejado sus compañeros, comenzó a hablar.
—Yo no voy a opinar, no voy a poner ni quitar la razón a nadie. Solo os voy a contar una historia, mi historia. Llevo aquí dos años y nunca he dicho a nadie, pero hoy he sentido que necesito hablar, que vosotrosnecesitáis escuchar.
Toda la sala se quedó en silencio, Fátima se convirtió en la diana de las pupilas de todos los residentes. Nadie la había escuchado en público decir tantas palabras seguidas. Solo sus compañeras más allegadas conocían algo de Fátima. Estas sabían lo mucho que ganaba en las distancias cortas y disfrutaban con ello. Todos los demás la consideraban una mujer buena y respetuosa. Ayudaba siempre que podía y nunca discutía con nadie. Fátima continuó con su discurso.
—En mi país yo era muy feliz. Vivía con el mío marido y criamos a mis cuatro hijos. Cuando mis chicos fueron un poco mayores, abrimos una pequeña librería que yo dirigía. Siempre me gustaron mucho los libros, pasaba el día leyendo y soñando. Cuando los clientes iban por un libro, yo hablaba con ellos, les aconsejaba. Muchos preguntaban a mí porque les gustaban mis consejos. Era muy feliz hasta que todo empezó. La gente fue a protestar a la calle. El presidente que mandaba no era querido, era un dictador y a mucha gente no le gustaba. A mí me daba igual, no me interesaba la política, vivía y no me metía con nadie. Pronto empezaron los tiros en algunos sitios. Todos tenían miedo de lo que pasaba. Luego vino la primera bomba, un ruido horrible al otro lado de la ciudad. Dijeron que mataron rebeldes que querían mal al presidente. Hubo unos días tranquilos, parecía que todo ya estaba bien. Entonces vino otra bomba, esta más cerca. Muchos muertos, gente que yo no conocía. Después más bombas. Una mató a mi tía y a mis primos. Mi tío vino a casa lleno de sangre. Le ayudamos. Mis dos hijos mayores vinieron a casa a vivir conmigo y con mi marido. Uno con su mujer embarazada, otro solo. Mis otros dos hijos vivían en otra ciudad, no sabía nada, no podía hablar con ellos. Un día unos soldados vinieron a buscar mi marido, querían llevárselo con ellos, yo no quería. Mi marido me dijo: «no te preocupes, volveré enseguida»… pero no volvió. —La voz de Fátima se quebró unos segundos, su mirada se perdía en su propia historia. Acostumbrada a caerse y levantarse, continuó con el relato. Como había dicho, necesitaba contar después de tantos años—. Algunas casas explotaron cerca, entonces supimos que teníamos que salir. No era fácil, todo el país estaba en guerra. La única salida era cruzar las montañas hasta el mar y salir de mi país. Era necesario salir en grupos y llevar a hombres armados para que nos defendieran. Dimos todo el dinero que teníamos para salir, mis dos hijos, la mujer de hijo, embarazada, y yo. Cuando vino la noche todos andamos hasta fuera de ciudad. Allí esperaba más gente, familias como nosotros y hombres con armas. Un hombre viejo con barba larga les mandaba a todos, nos ponía a cada uno en el sitio para empezar viaje. Dijo que era importante salir de la ciudad y esconderse en la montaña antes de salir el sol. Si nos veían nosotros estaríamos muertos.
De vez en cuando Fátima hacía una pausa, su mirada volvía al mundo presente y conectaba con los ojos de sus compañeros. Nadie se atrevía a hablar. Algunos de los más hostiles con los inmigrantes pocos minutos antes tragaban saliva sin poder deshacer el nudo que les cerraba la garganta. Todos los silencios de sus compañeros gritaban la misma frase: «continua, continua, ¿qué pasó después?». Fátima escuchó a su público y continuó.
—La noche fue dura, yo no podía más y la esposa de mi hijo, Sara, con mi nieto en su barriga, estuvo a punto de rendirse. Mis hijos animaban y ayudaban a las dos. Tiraban de nosotras y cargaban con el saco donde estaban las pocas cosas que pudimos coger para el camino. Todo lo que ganamos en toda la vida, solo quedaba lo que había en bolsa. Cuando el sol empezó a llegar, buscamos árboles para descansar y escondernos. Estábamos agotados y rápido dormimos hasta que unos ruidos fuertes despertaron a mí. Eran disparos. Nos habían encontrado. Nuestros hombres con armas dispararon para defendernos, unos y otros caían heridos o muertos. Mis hijos cogieron armas de soldados en suelo y también dispararon. Todo muy rápido, yo mucho miedo. Me abracé fuerte a Sara y cerré los ojos. Casi podía sentir como mi nieto, dentro de su barriga, nos abrazaba a las dos. Yo solo quería que aquel niño pudiera ver este mundo. El ruido de las armas se acabó. Ya no más disparos. Abrí los ojos. El ruido había cambiado, ahora era gente que lloraba, otros chillaban, algunos agarrados a sus heridas, otros agarrados a sus muertos. Mi corazón salía de pecho. Busqué a mis hijos, vi a Samir en el suelo agarrado a su pierna llena de sangre. Sara me soltó y fue corriendo hacia su marido. Mi corazón empezó a llorar, «Khaled, ¿dónde estás?, mi hijo, mi hijo». Me levanté del suelo y empecé a buscar a mi otro hijo. Lo sabía, lo sabía, estaba muerto. «¿Dónde estás Khaled?, hijo mío, tú no, tú no, mi niño, tienes que quedar con mamá para cuidar. ¿Khaled, dónde estás?». Subí un poco monte arriba y allí lo encontré, le agarré por hombros, le llamé a gritos, le agité entre mis brazos…, pero no contestó, sus ojos sin vida, su cara sin gesto y un agujero en su pecho que le había roto el corazón. Me abracé fuerte a él y decidí morir allí a su lado, ya nadie nos separaría. Samir tenía a su mujer, ella le cuidaría. Tardaron mucho en conseguir que lo soltara. Había que seguir, el ruido de los disparos atraería a más soldados y todos moriríamos allí mismo. No había tiempo para llorar, y mucho menos para enterrara los muertos. Vi subir por la montaña hacia mí a Samir, agarrado a su esposa, arrastrando su pierna con sangre. Sara le había atado un trozo de ropa de un soldado muerto a la herida para evitar que siguiera sangrando. Cuando llegaron a mi altura Sara dijo la única frase que podía con seguir separarme de Khaled: «señora Fátima, tiene que ayudarme, su nieto tiene que nacer y conocer a su abuela». Sequé mis lágrimas con la manga de mi vestido, di el último beso a aquel hijo que había traído al mundo y me despedí de él para siempre. Samir miró a su hermano, dos grandes lágrimas caían recorriendo de arriba abajo mejillas, extendió su brazo hacia mí, yo agarré su mano, me puse en pie y pasé su brazo por detrás de mi cuello y me uní a Sara para ayudarle a subir la cuesta. Cada paso me apartaba más de mi vida, de mi querida librería, de mi casa, de mi marido y ahora de mi hijo. No quería seguir, sentía que cada paso me acercaba más a la siguiente pérdida…pero seguí.
La terapeuta sentía que tenía que parar aquel relato pero no podía. Tenía que hacer grandes esfuerzos para que sus ojos empañados no la delataran delante de los residentes, sentía que si hablaba su voz quebrada la pondría en evidencia y sus ojos anegados se desbordarían. Cogió fuerzas para pronunciar una única frase.
—Fátima, ¿estás segura de que quieres seguir?
—Sí, Beatriz, por favor, yo necesito. Si no molesta nadie, por favor, quiero contar.
—Sigue, Fátima.
—Andamos toda la mañana hasta llegar un lugar seguro donde esconder. Señor mayor que mandaba dijo descansar para andar después en la noche y cruzar al otro lado de la montaña sin ser vistos. Sara y yo aguantamos poco tiempo llevando a Samir. Dos hombres lo cogieron y llevaron todo el camino. Samir cada vez más débil, al final casi arrastraba. Cuando paramos hicieron camilla con dos palos para llevar. Comimos algo de lo que teníamos, el que pudo intentó dormir un poco, yo no fui de ellos. Sara cuidaba de Samir y yo descansaba y luego ella descansaba y yo cuidaba. La noche fue muy dura pero llegamos al otro lado de la montaña. Al acabar la noche mi hijo mal, casi no hablaba, muy débil, había perdido mucha sangre. A partir de ahí estaríamos más seguros, caminaríamos de día y dormiríamos de noche. Descansamos y seguimos, descansamos y seguimos. A los tres días mi hijo con mucha fiebre. Teníamos que llegar pronto a médico o no aguantaría. Por la noche Sara cuidaba y yo descansaba y luego Sara descansaba y Fátima cuidaba. Y pasó una noche y llegó otro día y otra vez andar. Y paso otra noche más y llego otro día más y a andar más. La siguiente noche yo empecé a cuidar a Samir y a mitad de la noche Sara vino a cuidar. Yo agotada quedé dormida. Mi corazón sonó como despertador en pecho y abrí los ojos, miré a mi hijo dormido y miré a Sara sentada a su lado, callada, agarrando su mano con fuerza, sin hacer gesto. Miré mi hijo, miré otra vez Sara, su cara sin gesto comenzó a llenarse de lágrimas, no podía hablar. Entonces lo supe, di un grito y lo abracé. No lloré porque también estaba muerta con él, solo le abracé, lo cogí y lo arrimé a mi pecho como hacía de pequeño, junté mi cara con la suya y le canté en bajito la canción con la que le dormía siempre, esa canción para que cerrara los ojos sin miedo a la noche, para que descansara en paz hasta el día siguiente. Esta vez la noche sería para siempre y el día siguiente ya no sería para él. Al salir el sol nos dejaron cubrirle con ramas y con piedras y despedirle como si fuera entierro.
Todos los presentes en la sala de terapia escuchaban sobrecogidos a Fátima, algunos ya no disimulaban su congoja y secaban sus lágrimas, cada pausa de la residente realzaba un profundo silencio que dolía en lo más profundo del corazón de los presentes. La terapeuta no quiso, ni pudo, poner fin a aquello. Fátima necesitaba hablar y todos necesitaban escuchar. Fátima cogió aire, como intentando reponer fuerzas para terminar su relato, y con su mirada perdida, como zambullida en su pasado, continuó con su dura historia.
—Seguimos andando tres semanas, o cuatro, perdí la cuenta. Sara cuidaba de mí y yo cuidaba de Sara. Ya apenas hablábamos. A veces cuando parábamos nos abrazábamos y llorábamos, cogíamos fuerzas y seguíamos andando. Sin hablar de ello, las dos sabíamos el único motivo por el que seguíamos andando. Lo único que nos quedaba de Samir estaba en la tripa de Sara, aquella criatura tenía que llegar a este mundo y así dejaríamos de llorar y reiríamos con él y volveríamos a abrazar a Samir de nuevo. Seguimos andando, la felicidad todavía estaba a muchos kilómetros.
Uno de los hombres con armas fue el primero en ver el mar. Gritó: “¡El mar! ¡El mar!”. Todos corrimos hacia él a lo alto del cerro en el que estaba. Solo había que bajar aquella montaña para coger el barco que nos alejaría del infierno. Todos nos abrazamos, algunos gritaban, otros lloraban, todos soñábamos. Aún tardamos todo el día en bajar. Aquel barco no era lo que esperábamos, daba miedo pensar en cruzar el mar dentro de él, pero daba mucho más miedo mirar atrás. Habíamos pasado mucho hasta llegar allí, por muy duro que fuera ese último tramo en barco, no sería peor que lo que habíamos dejado atrás. Nos dieron a cada uno un chaleco salvavidas, subimos a aquella barca, cada uno se buscó un trozo de suelo en el que acomodarse. A duras penas había suelo para todos, sin duda ya habían calculado los que se quedarían por el camino y nunca llegarían a subir al barco. Si hubieran llegado todos, no sitio ni para ir de pies. Al llegar la noche el barco salió al mar. El viaje de una semana se convirtió en tres. La primera vez que vimos tierra, a los siete días, no pudimos acercarnos, una lancha rápida con soldados armados llegó hasta nosotros. Uno de ellos dijo algo a gritos. Nadie entendió lo que el hombre gritaba, pero todos entendimos lo que decían las pistolas con la que nos apuntaban él y todos los demás hombres de uniforme. Volvimos a la mar y, unos días después, otra vez a la tierra y otra vez más soldados y otra vez más armas… y otra vez a la mar. Casi no quedaba agua, la comida se había acabado hacía unos días. El viaje se alargaba y mi nieto no esperaría mucho más tiempo en la tripa de su madre. Teníamos que llegar o el hijo de Samir y Sara nacería en una barca. El sol dolía por el día y el frío por la noche.
Una voz me despertó. Al fondo se veían luces. Llegábamos de nuevo a tierra. Sara y yo nos abrazamos. Esta vez lo conseguiríamos. Las luces se veían cada vez más grandes. Al poco tiempo empezamos a ver la playa. Sobre la arena se veían tres camiones. Tenían que ser para nosotros, nos llevarían a un lugar seguro. Entonces el hombre mayor que mandaba empezó a gritar que nos tiráramos al mar, había pocos metros hasta la playa, los chalecos nos mantendrían a flote y los hombres de la playa nos ayudarían. Un hombre gritó que él no sabía nadar y que no saltaría: “He pagado todo lo que tenía por este viaje y tienen que dejarme en tierra”, gritó desesperado. Uno de los hombres armados dijo en voz baja al hombre viejo que mandaba que nos acercáramos más. El hombre viejo le contestó que tenían que dejarnos y salir rápido de allí, si no nos verían y de nuevo tendríamos que volver todos al mar. No quedaba comida y el agua apenas duraría medio día más. Todos moriríamos. El hombre armado apretó el chaleco salvavidas del señor que gritaba y él mismo lo arrojó al mar. Los otros hombres armados empezaron a hacer lo mismo. Unos se resistían, otros se tiraban por su cuenta. Sara y yo nos abrazamos. Dos hombres con armas tiraron de nosotras y nos separaron, luego nos empujaron al mar a cada una por un lado de la barca. Arrojaron a los últimos pasajeros y se perdieron de nuevo en el oscuro mar adentro, abandonándonos a nuestra suerte. No teníamos fuerzas para llegar nadando a la playa, pero el chaleco nos mantendría a flote y a salvo a pesar de las olas. Intenté nadar un poco para acercarme a la playa. Los hombres del camión habían salido con dos pequeñas barcas hinchables a buscarnos. Sara venía detrás de mí, paré un poco el ritmo para dejar que me alcanzara. La escasa luna de aquella noche recortaba su silueta sobre el negro mar salpicado con la espuma producida por las olas. El agua estaba fría, la piel se encogía y los pelos se ponían de punta. Miré hacia atrás y vi a Sara luchando torpe contra las olas, su enorme tripa hacía difícil sus movimientos. Miré de nuevo a la playa, los hombres de la barca hinchable se acercaban, todo estaba a punto de acabar. Yo luchaba por mantenerme a flote a pesar de las olas. Volví a mirar atrás y vi de nuevo a Sara luchando por acercarse a mí, estaba agotada, solo tenía que aguantar un poco más y en unos minutos estaríamos subidos en la barca hinchable camino de la playa. Miré de nuevo adelante, las barcas habían empezado a recoger a los más adelantados, en poco llegarían a nosotras. Miré de nuevo hacia atrás y vi de nuevo a Sara, había dejado de avanzar, ya no tenía fuerzas y sabía que la barca la sacaría de allí en unos instantes. Una ola más grande llegó a mí y me desplazó unos metros, por un momento dejé de ver a Sara. Miré de nuevo para buscarla y no la encontré. A diez metros de mí se veía un chaleco salvavidas pero Sara no estaba. De repente la vi asomar la cabeza luchando para no hundirse. La ola la había arrancado aquel chaleco que a duras penas se había podido abrochar. Había perdido el chaleco y ahora luchaba por no perder la vida. Intenté ir hacia Sara para ayudarla, pero cada ola me apartaba un poco más de ella. Grité pidiendo ayuda. La barca estaba a punto de llegar. Busqué de nuevo a la madre de mi nieto, a la esposa de mi hijo, a la única familia que me quedaba. Sara sacó de nuevo la cabeza a flote peleando con las olas. Yo saqué las fuerzas que no tenía para acercarme a ella. Estaba a tan solo tres metros, un poquito más y podría sujetarla y esperar a que vinieran a rescatarnos. De repente una nueva ola volvió a abrir un abismo entre nosotras cuando estaba a punto de coger su mano. Por unos segundos dejé de verla hasta que de nuevo volvió a asomarla cabeza gastando sus últimas fuerzas para no hundirse. De nuevo estaba a diez metros, a tan solo diez metros, a una eternidad en aquella fría noche en la que todo terminó. Cansada de luchar el mar se la tragó. Yo grité pidiendo ayuda, desahogando mi impotencia y mi rabia. De repente noté que alguien me cogía por los hombros y antes de darme cuenta estaba subida en la barca. Grité diciendo que Sara se había hundido a pocos metros de allí. Nadie me escuchaba. Intenté saltar de la barca para ir yo sola a buscarla, noté cómo me agarraban con fuerza a la vez que la barca daba la vuelta camino de la playa, esa playa que yo misma pisaba dos minutos después y que Sara y mi nieto no pisarían ya nunca más.
—Fátima, siento muchísimo todo lo que has pasado. Tenemos que terminar —dijo la terapeuta con el hilo de voz que consiguió traspasar el nudo de su garganta. —Gracias, Beatriz. Lo demás ya tiene poco interés. Llegamos a la playa, a las chicas jóvenes las metieron en uno de los camiones. Uno de los hombres del camión dijo riendo que ahora lo pasarían bien y además ganarían dinero. A los chicos jóvenes les metieron en otro. Luego supe que iban a trabajar mucho y duro por un poco de pan… a veces también duro. A los más mayores nos metieron en el tercer camión. Por el camino me enteré de que estaba en España. Nos llevaron a un piso pequeño donde vivíamos veinte personas, dormíamos en el suelo y nos daban de comer de vez en cuando. Nos llevaban a trabajar y luego volvíamos al piso. Primero estuve en un taller haciendo ropa, luego vendiéndola en un mercadillo. Teníamos que dar todo lo que cobrábamos, a cambio nos dejaban vivir en el piso, comíamos algo y nos protegían de la policía para que no nos echaran del país. Este infierno me pareció el cielo cuando un día me dijeron que ya no trabajaría para ellos, era muy mayor y trabajaba poco. Ese día no pude entrar al piso, ni tuve comida. Dormí en la calle, no sabía qué hacer, pero pronto se me acercó un señor que me dijo dónde podría ponerme, me dio unas mantas y me explicó que allí podría pedir limosnas. Yo les daría la mitad y ellos cuidarían de que no me pasara nada. Fueron días muy duros. Cuando empezó el frío, la policía me llevo a un albergue. Allí la trabajadora social me arregló los papeles por ser una persona mayor y estar enferma, que no era verdad, pero que lo puso porque, según ella, era necesario. Luego me pidió una plaza de residencia y desde hace dos años estoy en esta. Sé que a alguno de vosotros pensáis que esto es un castigo, pero a mí, después de lo que he vivido, me parece el mismísimo cielo. Ya me he adaptado y considero que esta es mi casa y que tengo una nueva familia, que sois todos vosotros. Y sí, os doy las gracias a todos los que habéis trabajado tantos años en este país para que yo pueda venir de otro y pueda dormir caliente y comer todos los días. Yo hice lo mismo, pero en un país al que también amaba, y en el que otros empezaron una guerra que me lo quitó todo. Ahora, cuando puedo dormir, sueño que algún día, cuando muera, alguien llevará mis cenizas para que descansen para siempre en mi tierra. Sé que solo es un sueño, algo que quizás nunca ocurrirá, pero me da fuerzas para levantarme y seguir en pie al día siguiente. Gracias a todos por escucharme, llevo mucho tiempo callada y tenía que contar. Perdón si ofendo a alguien. —Gracias a ti, Fátima, por abrirnos los ojos. Si te pudiera escuchar más gente, quizás las cosas se harían de otra manera. Tú te has esforzado tanto como el que más de tus compañeros, pero, por desgracia, no tuviste la misma suerte. Gracias a todos por participar y enseñarme un montón de cosas…, otro día más. Vamos a comer, que hoy no llegamos. Todos se levantaron en silencio, aún sobrecogidos por el relato de Fátima, y se dirigieron a la puerta. Pedro, que no se había atrevido a abrir la boca en toda la sesión, pasó al lado de Fátima, cuando se dirigía a la puerta, y le mostró su apoyo. —Fátima, digan lo que digan, estás en tu casa. —Muchas gracias, Pedro. Miguel, que había estado muy guerrero durante la sesión, mostrándose abiertamente en contra de los inmigrantes, se dirigió directamente a Fátima. —Lo siento, Fátima. Lo que he dicho no iba por ti, está claro que no sois todos iguales. Soy un hombre temperamental y eso a veces me convierte en un imbécil, pero nunca es tarde para aprender. Muchas gracias por la lección de hoy.
Miguel salió de la sala dejando ya sola a Fátima dentro de la misma y a la terapeuta en la puerta esperando a que se vaciara la sala para dejarla cerrada. Fátima vio salir a Miguel, puso las manos sobre su pecho, miró al cielo y sonrió. Cuando bajó la mirada se encontró a la terapeuta a su lado, esta la abrazó mientras le susurraba al oído: «Gracias, muchas gracias», luego Beatriz cogió a Fátima del brazo y ambas abandonaron la sala.
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