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Foto del escritorEscritores de Navalcanero

El cuentaescuchacuentos

Por José Luis Tobaruela. Febrero 2019.




Claudia tenía 5 años, María y Miguel, sus abuelos, eran, junto con sus papás, las primeras personas que conoció al venir al mundo. Ella no lo recordaba, «¡Es que era muy pequeña!», solía decir Claudia, pero se lo habían contado tantas veces que pensaba que, efectivamente, aquella foto del primer día de su vida estaba en su cabecita. Acababa de llegar al mundo y después de ver a papá, a mamá y a esa señora del gorro verde que le ayudó a salir de la tripa, las siguientes personas a las que vio fueron el abuelo Miguel y la abuela María. Claudia creía recordar aquella sonrisa de sus abuelos, la primera vez que la vieron, y la lagrimita que se le escapó al abuelo Miguel, cuando la cogió entre sus brazos.

El caso es que, hasta donde llegaban los recuerdos de Claudia, sus abuelos habían estado siempre a su lado. Vivían en el mismo portal, justo en la casa que estaba encima de la suya, y Claudia pasaba muchos ratos con ellos. Antes de empezar a ir a la escuela, como su papá y su mamá trabajaban, estaba la mayor parte del día con ellos. Cuando empezó a ir el cole ya no pasaba tanto tiempo con sus abuelos, pero al salir, siempre la pedía a su mamá que la llevara a verlos antes de entrar en casa.

Ahora que ya era un poco más mayor, sus papas la dejaban que subiera sola. Ella sabía que cerraban la puerta cuando salía, para que se sintiera mayor, pero en cuanto empezaba a subir abrían una rendijita para verla y no la cerraban hasta que oían la voz de la abuela abriendo la puerta de su casa. Claudia no sabía por qué, pero siempre era la abuela la que abría la puerta.

Cada vez que Claudia iba a ver a sus abuelos se repetía la misma escena. Claudia se ponía delante de la puerta de los abuelos y la golpeaba con su manita.

—Pon, pon, pon

—¿Quién es? —sonaba la voz de la abuela en el interior — ¿Es una niña guapa que viene a ver a sus abuelos?

La pequeña no sabía por qué, pero la abuela siempre adivinaba que era ella.

—¡No! —respondía Claudia poniendo la voz gorda como si fuera mayor—. Soy una señora que viene a vender una cosa

—¡Anda pasa, señora mayor!

La abuela María abría la puerta y se metía en la cocina. Siempre estaba cocinando y a Claudia le gustaba todo lo que hacía. «Mi abuela es la mejor cocinera del mundo», solía decir a todos sus amiguitos. Pero de todo, todo, todo lo que la abuela cocinaba, lo que más le gustaba a su nieta era, con mucha diferencia, las galletas que hacía en el horno. En casa de los abuelos siempre había galletas. Cada vez que la abuela hacía, las metía en un tarro de cristal que tenía en la encimera de la cocina. El tarro siempre estaba lleno. «Ya me encargo yo de que a mi Claudi no le falten las galletas», decía siempre la abuela.

Cuando Claudia entraba en casa de los abuelos seguía a la abuela María hasta la cocina y siempre le hacía la misma broma.

—¡Abuela, abuela, abuela! —gritaba Claudia.

—¿Qué te pasa hija? —preguntaba la abuela fingiendo estar asustada.

—Un ratón debajo de la mesa. ¡Corre, corre, échalo que me muerde!

—¿No será como el ratón de ayer?

—No abuela no, esta vez es de verdad —contestaba Claudia.

A continuación la abuela se agachaba simulando que buscaba al ratón y Claudia aprovechaba para abrir la tapa del tarro de galletas y cogerse un par de ellas. Entonces la abuela, con un poco de dificultad, porque ya estaba un poco mayorcita, enderezaba la espalda, la miraba con las galletas en la mano y le decía como si estuviera enfadada:

—¡Ya me has engañado otra vez! No sé como soy tan tonta, todos los días me haces lo mismo.

—A lo mejor es que me quieres mucho abuela y por eso siempre me haces caso —respondía Claudia—. Me voy a ver al abuelo —decía a continuación mientras se dirigía a la habitación de al lado de la cocina. Claudia la llamaba la habitación del abuelo porque él siempre estaba allí, haciendo sus cosas. Unas veces le encontraba rellenando crucigramas, que le encantaban y le salían muy bien, otras veces leyendo algún libro, porque tenía pasión por los viajes y por conocer cosas de países de todo el mundo, y la mayoría de las ocasiones arreglando las cosas que se rompían en casa o haciendo alguno de sus inventos. El caso es que el abuelo no podía estar nunca parado. La abuela decía que era una pena que el abuelo no hubiera podido estudiar, «con lo listo que es mi Miguel, habría llegado muy lejos», decía la abuela a todo el mundo.

Claudia entró en la habitación del abuelo y esta vez se le encontró haciendo unas pequeñas cajitas de madera para meter las pastillas que tenían que tomar a diario para sus achaques, una cajita para él y otra para la abuela. El abuelo ya esperaba a su nieta con la mejor de sus sonrisas.

— ¡Hola Claudia! ¿Qué hace por aquí mi nieta favorita?

— Claro abuelo, es que soy tu única nieta —respondió Claudia.

— Aunque tuviera cien nietas más, tu seguirías siendo mi favorita… y la más guapa y más lista de todas.

— Venga abuelo, cuéntame una de esas historias tuyas que tanto me gustan.

Miguel cogió a su nieta y la sentó en sus rodillas, la apartó el pelo de la cara y la contempló con una sonrisa tan amplia que a duras penas le cabía en su rostro. Cualquiera que le hubiera visto en ese momento, hubiera sabido que era verdad que Claudia seguiría siendo la favorita del abuelo aunque tuviera otras cien nietas más. El abuelo tenía pasión por su nieta y la nieta adoraba pasar los ratos con su abuelo. «Mamá el abuelo es mi superhéroe, ¿tú sabes la cantidad de países por los que ha viajado y la de cosas que ha hecho?» le dijo en una ocasión a su madre.

El abuelo había sido camionero y durante muchos años viajó por todo Europa llevando mercancías de un país a otro. Claudia disfrutaba con las historias que su abuelo le contaba de sus viajes, de lo «chulis» que eran los «países extranjeros» y la gente que conocía viajando con su camión. Claudia le pedía una y otra vez a su abuelo que le repitiera la misma historia, «venga abuelo, cuéntame otra vez esa historia de ese país tan raro». A Miguel no le importaba tener que repetir una y otra vez la misma historia, al revés, cada vez que lo hacía parecía una aventura nueva, ponía algunas cosas, quitaba otras y una vez más volvía a emocionar a su nieta. Cada risa de su Claudi era un poquito de gasolina para el viejo motor de su cuerpo cansado.

—A ver hija, ¿qué quieres que te cuente hoy? —preguntó el abuelo.

—Cuéntame el viaje a aquel país que estaba tan lejos, ese en el que había tanta nieve que tuviste que parar en la carretera hasta que vino a sacarte la policía.

—Ese también es uno de mis viajes preferidos. Pues veras Claudia … —el abuelo comenzó a contar a su nieta, una vez más, el viaje que tuvo que hacer a Rusia para llevar una mercancía muy importante, los días que estuvo viajando, y todos los problemas que le dio la nieve acumulada en la carretera. Le contaba con detalle los bonitos paisajes que veía a lo largo del viaje, las curiosas personas a las que se encontraba en la carretera y subía en su camión para llevarlas de un pueblo a otro. «Eran personas pobres que no tenían dinero para comprarse un camión para viajar, y mi abuelo les montaba en el suyo y les llevada donde querían ir», contaba Claudia a sus amigos cuando compartía con ellos las historias de su abuelo.

El tiempo se paraba entre el abuelo y la nieta, cuando se querían dar cuenta, habían pasado media tarde recorriendo el mundo con los viajes del abuelo. Cuando Miguel se percataba de la hora que era, avisaba a su nieta para que se bajara de nuevo a casa con sus padres, pero la mayor parte de las veces, era la abuela la que tenía que rescatar a los dos de sus viajes y volverles a poner los pies en tierra firme.

—Venga Claudia, bájate ya a casa que mamá querrá también estar un ratito contigo y que le cuentes lo que has hecho hoy en el cole. En un momento tienes que bañarte, cenar y meterte en la cama a dormir para ir mañana bien espabilada al cole.

—Un poquito más, abuela —pedía Claudia.

—Venga que ya se ha hecho un poco tarde —insistía la abuela.

—Vamos Claudia, vete ya para casa que a la abuela le da un poco de envidia de los viajes que hacemos juntos —añadía el abuelo.

—Veeeeenga, ya me bajo —decía finalmente resignada la pequeña. A continuación daba un beso y un abrazo muy fuerte al abuelo, luego otro a la abuela y salía por la puerta de la habitación. A menudo, antes de abrir la puerta de la calle, pasaba antes por la cocina—. Abuela voy a ver un momento si ya se ha ido el ratón. —A continuación se metía en la cocina, abría de nuevo el tarro de las galletas y se cogía una para el viaje.

—Tú sí que estás hecha un ratón. Anda, coge una y no se te ocurra coger más, que luego no cenas y tu madre se enfada conmigo con razón. —A continuación Claudia daba otro beso a la abuela y bajaba de nuevo la escalera para irse a su casa.

La historia se repetía cada día. Claudia se hacía mayor… y el abuelo también. Algunas veces se despistaba contando las historias y se le olvidaba alguna cosa, pero a Claudia no le importaba porque ella se lo sabía todo al dedillo y, lo que el abuelo no recordaba, lo contaba ella misma. Un día, a la vuelta del colegio, la niña entró en casa, dejó la cartera en su habitación y se despidió de su madre para subir a ver a los abuelos.

—Claudia, cariño, siéntate un momento que tengo que contarte una cosa —le dijo su mamá mientras ella se sentaba en el sofá del salón—. El abuelo se ha puesto malito y hemos tenido que llevarle esta mañana al hospital, le han dejado allí ingresado porque tienen que hacerle unas pruebas y darle pastillas para que se ponga bueno.

—¿Pero no le va a pasar nada, verdad mamá? —preguntó Claudia preocupada.

—No, hija, ya verás cómo se pone bueno y vuelve enseguida.

El «enseguida» fueron dos semanas. El abuelo volvía un poco más flacucho pero «tan guapo como siempre», pensó Claudia. Tenía tantas ganas de verle, tantas ganas de volver a escuchar sus historias. Hubiera dado todas las moneditas de su hucha por volver a escuchar la historia del camión en la nieve, la del mago del circo que se quedó tirado en la carretera y al que ayudó a llegar a tiempo a su función, la de aquella vez que se le reventó la rueda en plena carretera y se salvó gracias a ser un gran conductor… cualquier historia le valdría después de tantos días sin verle, porque en realidad, lo que a ella le gustaba, no eran las historias, lo que verdaderamente le hacía disfrutar, era estar con su abuelo, ver los ojos grandes que ponía cuando llegaba una parte interesante de la historia, la sonrisa que le salía espontánea cuando la miraba, el brillo de sus ojos… su olor.

Los días siguientes Claudia se limitó a acompañarle, como todavía estaba un poco débil, estaba siempre con su madre o con su abuela por si necesitaba ayuda para algo. Pasados unos días el abuelo empezó a recuperarse y, por fin, pudo volver a contar sus historias a Claudia. Ahora había muchas cosas que no recordaba y a veces se paraba a pensar que era lo siguiente que tenía que contar, pero Claudia, en lugar de preguntar, continuaba ella con la historia hasta que el abuelo volvía a coger el hilo. Las historias no eran tan «chulas» como antes, pero «era normal, el abuelo tenía que recuperarse».

Un día que Claudia estaba cenando en su casa con sus papas preguntó:

—Mamá, ¿cuándo se va a poner bueno del todo el abuelo?, ahora, cuando me cuenta sus historias, se le olvidan algunas cosas y otras me las cuenta mal, a veces pienso que se las inventa para mí porque no sabe que decirme.

Mamá puso la carita un poco triste y cogió la manita de Claudia entre las suyas.

—Cariño, el abuelo está malito, tiene una enfermedad que hace que se le olviden las cosas.

—Pero no importa mamá, se está tomando unas pastillas para la memoria. He oído como se lo contabas tú a la abuela.

—Sí, mi amor, esas pastillas le ayudan a estar mejor, pero me temo que no van a ser suficientes para evitar que el abuelo siga olvidándose de las cosas. Es probable que eso vaya a más y que en un tiempo, además de olvidarse de sus historias, se empiece a olvidar de cosas importantes.

Claudia veía los ojos brillantes de su mamá y escuchaba su voz quebrada por momentos, a pesar de los grandes esfuerzos que hacía para evitar que su hija notara su tristeza. En lugar de ponerse también triste, Claudia miró a sus papas y habló tranquila y serena, como si esa personita ya se hubiera convertido en una persona mayor.

—Mamá, no te preocupes, no pasa nada, yo ayudaré al abuelo a que recuerde todas las cosas.

Las semanas siguientes regalaron muchas tardes de felicidad a la nieta y al abuelo. La única diferencia es que ahora, Claudia, escuchaba un poco menos y hablaba un poco más y que su abuela, se asomaba con más frecuencia a la habitación del abuelo, para comprobar que todo estaba bien. Por lo demás, los dos se reían, se emocionaban y se sorprendían con las cosas nuevas que se inventaba el abuelo. A veces, simplemente se miraban en silencio, uno de los dos hacía un gesto y los dos se echaban a reír.

«Es increíble cómo se entienden, ya no les hace falta ni hablar», contó un día la abuela a la mamá de Claudia. «Si, creo que han sustituido el lenguaje de la palabra por el lenguaje del amor. Papá y la niña siempre han estado unidos por algo muy especial, y eso no es capaz de romperlo ninguna enfermedad» contestó la madre.

Un día pasó lo que tenía que pasar, lo que los médicos dijeron que pasaría. Claudia regresó del colegio, como siempre, dejó su cartera en su habitación, se despidió de su mamá y subió a casa de los abuelos. Golpeó con su manita la puerta, cuando su abuela le preguntó quién era contestó que «era una señora que venía a vender cosas», entró en la cocina, gastó la broma del ratón, robo dos galletas a su abuela, y se dirigió a la habitación del abuelo.

—Hola abuelo, ¿Cómo estás? —preguntó Claudia con su alegría habitual.

—Hola —contestó simplemente el abuelo con cara de extrañeza.

—Abuelo, ¿estás bien?, ¿te pasa algo?

—¿Abuelo? —preguntó Miguel con extrañeza.

—Sí, tú, abuelo Miguel.

Una eterna pausa de pocos segundos se hizo un hueco entre los dos, como una profunda brecha en el tiempo. Miguel miraba con extrañeza a Claudia mientras esta esperaba en silencio a que su abuelo dijera algo. Por fin, el abuelo habló.

—¿Tú quien eres? —preguntó el abuelo a su nieta como si fuera la primera vez que la veía.

Claudia se quedó en silencio, notó que empezaba a ponerse triste. Su abuelo se había olvidado de ella, ya no sabía su nombre. ¿Quizás también habría dejado de quererla? Le miró a los ojos y comprobó como seguía ahí, esperando que ella dijera algo. Claudia contestó con una leve sonrisa en su cara, Miguel dibujo en la suya la amplia sonrisa que siempre solía poner cuando miraba a su nieta. A continuación extendió sus brazos hacia ella. Claudia dio unos pasos dentro de la habitación, se sentó en sus rodillas y le abrazó. A continuación soltó el abrazo, le miró y comenzó a hablarle.

—Abuelo, no te asustes, sé que no te acuerdas de nada, pero no importa, yo seré tu memoria. Soy tu nieta Claudia y te quiero mucho… y tú también me quieres mucho a mí. Si te apetece, hoy te voy a contar una historia de cuando eras camionero y viajaste a un país muy lejano con unos paisajes preciosos y una carretera llena de nieve…

Aquella tarde, y las siguientes tardes, los dos volvieron a reír como lo había hecho siempre. Cada tarde, Claudia le recordaba su nombre, que era su nieta y que le quería mucho… y que él también la quería mucho a ella. Algunas tardes el abuelo hablaba poco y otras solo sonreía escuchado las apasionantes historias de las que él mismo era protagonista. No recordaba nada, pero si todo aquello lo contaba esa niña tan guapa que decía que era su nieta, tenía que ser verdad. La abuela se asomaba a la habitación del abuelo, sonreía y volvía a su cocina sabiendo que dejaba al abuelo en buenas manos.


MORALEJA: La verdadera memoria no está en el cerebro, sino en el corazón de las personas.

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