Por José Carlos Atienza. Navalcarnero, julio 2023. Relato corto.
Uno también sueña con espaldas, aunque sea lo menos habitual ―es lo que tiene el verano y sus noches lujuriosas de insomnio―, y tal hecho puede ser un ritual de iniciación para entrar a ese paraíso que está por imaginar, por describir y por sentir. Y uno se imagina la espalda más bella de cuantas haya visto. Esa espalda modelo modelada para ser anuncio o cuadro, o para deleitarse en el celuloide o para ponerle voz, aunque tenga que actuar o cantar siempre de espaldas. Espalda que nace en el cuello, o es en el cuello donde termina, y se esconde en la cintura, o bajo ella, bajo esa línea de ropa que deja a un lado el pudor, bajo esa piel que tatúa el amor entre sus montículos.
Espalda, inmaculada, sin máculas de la edad o de la adolescencia, suave como una superficie encerada, frescura de lengua húmeda dejando su tela llorosa para que el viento la arrope de lozanía. Espalda interminable, muro de carne pulido y cincelado por el amor de un artesano celestial. Espalda con el atractivo de palabra antigua. Espalda de cine clásico. Vergel de piel esteparia.
Espalda espejada, que ignora sus senos y que desafía a sus nalgas. Espalda sabia, que sabe al dedillo que no hay más belleza que la suya. Espalda con la perfección dubitativa, con algunos anexos en sus laterales, pliegues marítimos en los que balancear los dedos, marejada perturbadora en los que hacer surf con la lengua. Espalda de aguas templadas y de ensoñaciones calientes, de piel tersa, de primavera ostentosa, arrogante en sus hechuras, pergamino carnoso para escribir con el deseo o leer con la mirada. Espalda coqueta, dorada de sol y de sal, dulce regaliz con el cartel del reservado.
Espalda que se cruzó en mi camino. Señal celestial que convirtió en luctuoso el camino y en estrepitoso mi caminar. Espalda desnuda, excepto por una breve pausa de tela que cubría el pudor de sus senos invisibles. Espalda de estructura singular, poderosa vocación de encantamiento y encantadora subyugación ante esa piel borracha de naturaleza, sin tintes que amarguen su dulzura. Beldad demoníaca que hería, que anunciaba desde el altar de los pecados una lubricidad insatisfecha.
Espalda de brevedades y de despedidas tempranas, que fue quedándose en una lejanía impostora, en un oasis envuelto en la marquesina. Y mi paseo quedó vagabundo, orientado por una veleta desbocada y con una esperanza ígnea en el recuerdo para que se mantuviese íntegro.
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